Noticia publicada por Corazón de la Amazonía.
Hasta Petén, en Guatemala, llegaron algunos líderes campesinos de Brasil, Perú y Colombia para aprender sobre el manejo comunitario del bosque que antiguos cazadores y contrabandistas de madera hacen dentro de la Reserva de la Biósfera Maya.
Creada en febrero de 1990 como el complejo de áreas protegidas continuas más grande de Centroamérica, la tupida selva tropical abarca 2,1 millones de hectáreas (ha) que se extienden hasta México y Belice. En la medida en que nos adentramos, una carretera estrecha de arenisca roja deja ver el contraste del paisaje: a un lado, árboles en pie; al otro, pastizales con vacas que rumian. Esa es la diferencia entre los territorios manejados por 9 concesiones, agrupadas en la Asociación de Comunidades Forestales de Petén (Acofop), y aquellos que no.
Esta zona de triple frontera, que ha vivido en carne propia los estragos que dejaron tres décadas de conflicto armado interno, tiene hoy uno de los ejemplos más aplaudidos sobre los beneficios económicos que brinda la conservación de los recursos naturales.
Los locales han logrado frenar la deforestación, controlar los incendios forestales, estabilizar la frontera agrícola y proteger el hogar de varias especies amenazadas –como el jaguar, el faisán, el tapir y el mono araña– a través de un modelo productivo que les es rentable–. Se refieren a él como “la mayor extensión bajo concesión comunitaria del mundo”.
El camino, por supuesto, ha estado lleno de tropiezos. Andrew Davis, del Programa Regional de Investigación sobre Desarrollo y Medioambiente (Prisma), explica que la creación de la reserva básicamente fue impuesta sobre las comunidades que ya vivían ahí y tenían una tradición forestal. “Los límites fueron hechos desde un escritorio que desconocía las realidades locales, lo que generó una resistencia, que además se mezcló con una alta conflictividad y fragmentación social que dejó el final de la guerra”, dice.
En este escenario convulso surge la necesidad de buscar mecanismos que ayuden a aliviar las presiones sobre el bosque tropical y, a la vez, se concilie con las necesidades locales. La respuesta del Estado guatemalteco fue aprobar una política que reconocía derechos de manejo a los pequeños y medianos campesinos bajo contratos de concesión (de 25 años prorrogables) dentro de una fracción de la reserva. El acuerdo de paz firmado en 1996 fue el empujón que hacía falta para avanzar: se les entregaron 100.000 hectáreas de tierra.
Hoy, 2.500 socios (pero más de 15.000 beneficiados directamente) quintuplicaron su área dentro de la región de Petén, lo que al año les genera unos 6 millones de dólares gracias a la exportación de maderas finas (cedro, caoba y machiche); el aprovechamiento de recursos no maderables (como chicle, xate, pimienta y nuez de ramón), las plantas medicinales, las artesanías y el turismo.
“Esto no ha sido fácil”, recuerda Marcedonio Cortave, el líder que empezó este modelo de gobernanza años atrás. “Lo primero fue la desconfianza. El Estado no creía que las comunidades pudiésemos manejar el bosque de manera sostenible, organizarnos y compartir derechos y responsabilidades con ellos en el control del territorio”.
Lo más difícil, cuenta, fue el cambio cultural y el tecnicismo que hay detrás de tantas reuniones y papeleo. Entre un enjambre de conceptos, “uno se pierde y hasta da pena opinar para no pasar por ignorante”, dice el hombre de 60 años a quien la violencia le arrebató a su hermano mayor y luego lo obligó a desplazarse. Para obtener resultados, aconseja, hay que empezar con simplificar el lenguaje y reconocer los distintos saberes.
La cogestión es fundamental. Entre los huacheros –que saquean los sitios arqueológicos y luego venden las piezas antiguas en el mercado negro–, el narcotráfico, la ganadería extensiva, el turismo voraz y desorganizado, los intereses petroleros, la siembra de palma de aceite y caña de azúcar, así como la incertidumbre de que las concesiones terminarán pronto (solo les quedan entre 3 y 7 años), la comunidad se ha venido organizando y capacitando para hacerles frente a las distintas amenazas que acorralan sus hogares.
Solo en el año 2017, Acofop destinó 412.000 dólares en labores de control y vigilancia de incendios forestales, lo que les permitió realizar más de 1.000 patrullajes, poner 200 campamentos y hacer el mantenimiento de 453 kilómetros de brechas cortafuego a lo largo del territorio bajo su control. La ciencia los respalda: “En las nueve concesiones comunitarias, la tasa de deforestación anual ha sido de 0,1 por ciento, mientras que en las áreas no concesionadas llega a 2,2”, señala el Cifor. Guatemala significa ‘donde abundan los árboles’. Petén le hace justicia al nombre, aún.
Plan piloto en Guaviare
Olmes Rodríguez tiene 20 hectáreas de tierra en el segundo departamento más deforestado de Colombia: Guaviare, ubicado en la Amazonia. Desde el aire, este departamento se ve fragmentado, con trochas que se abren paso entre la selva como espinas de pescado. A veces luce más como un tapete pegado con retazos que llevan el nombre de coca, vacas, posconflicto, extracción ilícita de minerales y madera, al igual que una especulación alrededor de la tierra que agrava el problema.
Rodríguez sueña con replicar el modelo de Guatemala en su territorio, pero antes le exige al Estado “voluntad política” para parar las motosierras y “judicializar a las grandes cabezas”. El año pasado, la Amazonia perdió 138.176 hectáreas de bosque natural, concentrando el 70 por ciento de la deforestación nacional.
Él es el presidente de la Asociación de Juntas de Acción Comunal del Capricho (Asocapricho), conformada por 120 familias que viven en siete veredas de San José del Guaviare (Manaviri, Chuapal, Paraíso, Tortugas, Caño Lajas, Caño Pescado y Caño Nilo) y que desde hace dos años empezaron a diversificar su modelo productivo. El programa GEF Corazón de la Amazonia lidera el proceso.
“Ahora estamos gateando, pero el que no empieza no termina, ¿cierto? Yo solo espero que podamos aprovechar la biodiversidad de nuestro país para frenar la deforestación. Tenemos cascadas hermosas, ríos, montañas y animales únicos”, señala orgulloso. “Lo primero que tenemos que hacer, después de ver a los compañeros de Acofop, es organizarnos mejor y que el Gobierno Nacional cumpla con el acuerdo de paz, especialmente con el tema de sustitución de cultivos ilícitos”.
A diferencia de Acofop, Asocapricho tiene otras potencialidades. En las 21.457 hectáreas que tienen en el corredor de conectividad entre los parques naturales de Chiribiquete y La Macarena se han identificado especies no maderables (asaí, cumare, seje, zancona y moricho), de las que podrían elaborar jugos, helados, mermeladas, aceites naturales, productos de belleza y medicinales; pero también especies con un valor en el mercado, como abarco, achapo, caoba y cedro macho.
Para Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), este es el momento para que Colombia piense en bosques comunitarios, donde los campesinos sean gestores del territorio, en un escenario marcado por la incertidumbre del posacuerdo. “Gran parte de la deforestación está concentrada en la reserva forestal de la Amazonia, en zonas que se vieron afectadas por la guerra. Habría que hacer un plan piloto en el cual el Estado les dé derechos de uso a las comunidades a largo plazo y sean estas las que administren el bosque”, afirma.
Botero no se refiere a fincas o aserraderos que involucren algún proyecto sostenible, sino a “un control territorial compartido e integral (entre entidades y actores) que genere apropiación e incluya más acciones disuasivas que ofensivas”. Lo primero que hay que hacer, opina, es organizar la casa: una línea base de gobernabilidad.
Muchos de los habitantes de Uaxactún primero conocieron las avionetas antes que los carros. Sus primeros pobladores llegaron desde distintos rincones de Guatemala atraídos por la fiebre de la explotación chiclera que afloró a inicios del siglo XX, por lo que una pista de aterrizaje se abrió paso entre la selva para sacar la savia hacia mercados internacionales. La carretera que conduce al caserío es la misma que lleva al parque natural Tikal, un espeso bosque declarado patrimonio mixto de la humanidad por la Unesco que resguarda los restos arqueológicos de la antigua civilización maya.
Allí vive doña Dominga, una de las 40 mujeres que trabajan todos los días, de 7 a. m. a 5 p. m. en el centro de acopio de la palma del xate. Son ellas quienes se encargan de hacer el control de calidad y seleccionar las mejores hojas (sin hongos o cortes) que luego serán exportadas a Estados Unidos para hacer arreglos florales.
“Ahora, con el tema de género, podemos aportar económicamente a nuestros hogares y sacar adelante a los hijos. Somos igual que ellos”, dice Dominga, quien trabaja desde el año 2005 en esta actividad.
Fuente de la información: TATIANA PARDO IBARRA Twitter: @Tatipardo2 tatpar@eltiempo.com https://www.eltiempo.com/…/los-bosques-comunitarios-de-guat…
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